La vida es un paseo por valles y montañas, no cabe duda. Cuando somos jóvenes y nos sentimos en la cima todo fluye –no sin esfuerzos– para realizar nuestros propósitos, formar una familia, tener una vida profesional y relacionarnos con los amigos. Trasnochadas sin pago de cuota al día siguiente, cuerpo y energía a tope. Damos por un hecho que eso es la vida y que así, casi por obligación, será y permanecerá por siempre.
Lo anterior es un regalo de la inconsciencia, que se mueve al son del ruido constante de la mente que exige aún más. Basta observar la frecuencia con la que solemos utilizar la palabra “pero”, para objetar todo aquello que sale del redil de lo que nuestra voluntad dicta. “Sí, pero…”. Y solemos agregar: es que la falta de tiempo o dinero, los hijos, el jefe, el estrés y demás. Sin darnos cuenta de que cancelamos la posibilidad de valorar todo lo que sí hay.
Así transcurre el tiempo y un día, como si de un conjuro se tratara, al decir “amo mi vida”, en un segundo, como en Alicia en el país de las maravillas, ella nos precipita a un valle. Entonces, los despertares son el regreso a una realidad que a veces no quisiéramos experimentar. Sin embargo, nos sostiene la esperanza de que un día todo volverá a fluir. Es durante esos descensos que comprobamos la sabiduría de aquellas frases que antes nos parecían lejanas: “Mientras lo tienes no lo aprecias”, “la vida es muy corta”, “en un abrir y cerrar de ojos la vida cambia” y demás.
Sin embargo, la vida nos ofrece, si los queremos ver, “rescatadores” que nos permiten respirar, es decir, opciones, rutinas, que le dan continuidad y nos ayudan a permanecer dentro de los límites de la sanidad. Estructuras sencillas que nos sostienen y dan balance, en especial en las épocas difíciles. Es durante estos episodios que comenzamos a tener una percepción distinta y a darnos cuenta del valor de sustituir el “pero…” por el “y…”. Y a avizorar que al hacerlo elegimos –porque es una elección– resurgir y un nuevo respiro.
Ayer fue una mañana especialmente clara y despejada en el lugar donde me encuentro. Muy temprano tomé la bicicleta y salí a dar una vuelta. Al pedalear, sentí el privilegio de moverme, de ver las flores con sus diversos colores, los árboles añosos con frondas gigantes y un cielo transparente, sentir el aire en la cara y escuchar el sonido de los pájaros. Percibí la fuerza de la vida cargada de belleza.
Todo ello me hizo darme cuenta del “y…” que dejamos de ver en la cima, cancelado por el ego, que nos hace ver exclusivamente los “peros…” habidos y por haber. Ese “y…” que desaparece en los momentos críticos en que únicamente percibimos oscuridad; ese “y…” que nos hace sonreír y descubrir que sí, la vida de todas maneras y a pesar de lo que vivamos en el momento, a pesar de las pérdidas, crisis o retos, es y sigue siendo hermosa.
Este “y…” se ofrece no como remedio o salida a una situación, sino como una opción que contemplar y un consuelo en las ocasiones en las que las cosas no son como desearíamos. La vida tiene problemas sí, y, y, y… está llena de cosas bellas, de familia, amigos, sobremesas, atardeceres y abrazos que nos reconectan, nos reconcilian con lo que era y ya no es, con lo que perdimos y lo que hay, como es vivir cada momento en la gratitud y conciencia de estar vivos. Al menos, sólo por hoy. Esa es la intención y ruego no perderla de vista.
Quiero pensar que en nuestra existencia los descensos a los valles están y sirven para hacernos crecer, expandir la conciencia, aclararnos el propósito de estar aquí y servir cuando de nuevo nos encontremos en el ascenso. Y así reconocer que siempre y a pesar de todo, la vida es hermosa.