nostalgia | Gaby Vargas

nostalgia

El día anterior había regresado del campamento. Por primera había estado fuera de la mirada de sus padres durante tres semanas. Pablo tenía 9 años, hizo amigos y vivió experiencias transformadoras, como fogatas, excursiones y caminatas.

 

Ya en la ciudad, su papá y yo llevamos a nuestro hijo a comer a un restaurante; lo notamos callado. Mientras esperábamos la llegada de la comida, vimos que su mirada se perdía, con la atención dentro de su mente. En unos días más, iniciaba el año escolar.

 

—¿Qué piensas gordo? —Le preguntamos.

 

—No sé lo que siento… estoy contento de estar aquí, pero quiero estar en el campamento, extraño a mis amigos, siento tristeza porque a lo mejor no los vuelvo a ver.

 

Pablo en ese momento estrenaba una sensación extraña, difícil de descifrar, la mezcla de gusto, tristeza y añoranza. Un cóctel de sensaciones que todo ser humano vive y revive varias veces en la vida: nostalgia. La presencia de la ausencia. Sucede ante un momento de felicidad que intuimos no volverá y que, conforme los años pasan, nos invade con mayor frecuencia.

 

Todos tenemos sitios, épocas y lugares, en los que descubrimos la felicidad: la casa de la infancia, el parque donde aprendimos a andar en bici, un viaje que nos pareció perfecto, el novio o la novia con quien descubrimos el amor, la música y moda de la juventud. Épocas en las que nos creíamos eternos, como eterno todo lo que nos rodeaba. Versiones endulzadas de la realidad.

 

Hace unos días llegué a la casa de mis suegros en Tepoztlán. Una casita que perteneció a los papás de mi suegro, a la cual llegaban en tren y en burro y que alumbraban con quinqués. Hacía cerca de 20 años, desde que mis suegros murieron, que no regresaba. Al entrar noté los mismos muebles, el mismo acomodo de los objetos, los mismos cuadros, los mismos adornos y sentí lo que hacía mucho no sentía: nostalgia. Recordé la canción en que se dice: “Las cosas quedan, la gente se va” y comprobé cuán cierto es.

 

Observé en mi memoria, como en cámara rápida, las paredes impregnadas de historia, imágenes, momentos vividos y detenidos en el tiempo y enterrados en la mente. Sin embargo, en el instante en que mi mirada se encontró con ellas, como magia, los recuerdos despertaron y cobraron vida. Vi a Leonor, mi suegra, a quien tanto quise, sentada en la terraza en camisón con su taza de café matutino. Vi a mis hijos asomados por los barrotes de la escalera de madera redonda que llevaba al piso superior, mientras los adultos bailábamos en algún festejo. Me vi feliz en el jardín, abrazada de Pablo, mientras posábamos para la foto de nuestro primer embarazo. Las escenas revividas se agolpaban en la mente con un nudo en la garganta.

 

Nos sentamos a comer bajo la presencia imponente de los cerros de Tepoztlán. La misma vajilla, los mismos vasos y, cuando mordí el taco de aguacate, todo en mi cuerpo despertó. Me remonté a tantas comidas, risas, brindis en familia alrededor de esas tortillas que son únicas. ¡Qué gozada! Cuánta nostalgia.

 

Me doy cuenta de que sólo cuando hubo felicidad, encontramos nostalgia; de no ser así, sería dolor. También me percato de la manera en que los recuerdos enaltecen. La casa no era tan bella como yo la creía, era la felicidad la que la convertía en una cobija que te envuelve y acoge. Lo que extrañamos no son los escenarios, sino la juventud y lo felices que fuimos en ellos.

 

Asimismo, me doy cuenta de que lo que vivimos hoy, es lo que mañana será recordado con nostalgia. Por lo que el presente, en el que nos sentimos eternos, es el momento más valioso que tenemos.

 

 

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