Esa mañana de domingo, al dar la vuelta en el angosto puente que cruza el río, el caballo resbaló y tanto él como el jinete cayeron a la cañada de dos metros de profundidad.
Nos encontrábamos en medio del campo en el Estado de México, lejos de cualquier vivienda o poblado. Durante el accidente, el jinete, por fortuna, logró alzar la pierna y saltar del equino segundos antes de la caída. En cambio, el frisón, de alrededor de 800 kilos de peso, quedó atrapado entre los dos muros angostos y empedrados, con las cuatro patas hacia arriba y su enorme cuello torcido hacia un lado; se le podía ver sangre en el hocico.
Desmontamos para intentar ayudar, pero el caballo, al verse atrapado, pateaba desesperadamente, intentando incorporarse con toda sus fuerzas, mas su peso y su gran tamaño lo vencían: no podía darse la vuelta. Cada vez que intentaba moverse, se hundía más.
Al grupo de amigos compuesto en su mayoría por niños y una pareja de adultos, además de mi esposo y yo, le era imposible intentar mover al angustiado frisón, que gemía de dolor e incomodidad.
“Voy por cuerdas y otros muchachos para que me ayuden”, gritó Israel, nuestro acompañante y lugareño, quien nos dejó con nuestra angustiada impotencia. Se necesitaban muchos hombres fuertes para voltearlo y no sabíamos si lograría reunirlos, ni en cuánto tiempo.
Mientras la ayuda llegaba, me hinqué y me agaché lo más que pude para que mi mano alcanzara la cabeza del frisón y su enredada crin, quería acariciarlo e intentar calmarlo. En el momento en que lo hice, sentí algo único y hermoso: me fundí con él, se borraron las barreras de la piel y de la especie: el caballo y yo éramos uno mismo. Éramos dos seres vivos que sentíamos de la misma manera un momento de angustia.
Fue entonces que vi con claridad que en verdad la conciencia es una, y que ésta se manifiesta en distintas formas o niveles de desarrollo. No hay nada que esté separado o dividido: ni las plantas ni los animales ni la tierra ni, al cabo, nosotros mismos. Somos uno. El Todo está en el todo.
Asimismo, agradecí el contacto de la piel, ¡comunica tanto!
A través de su negro pelaje intenté transmitirle todo mi apoyo, mi comprensión y mi cariño.
Como retribución sentí una gran ternura; supe que estaba adolorido y que hacía un esfuerzo por controlarse. Percibí que se sentía expuesto, vulnerable y débil a pesar de su majestuosidad; y si bien seguía gimiendo, lo hacía con resignación.
De extraña manera, también supe que agradecía las caricias y la compañía que le daba, porque a partir de entonces aceptó su condición, se rindió a sus circunstancias y esperó con toda mansedumbre a que la ayuda llegara –instintivamente él sabía que llegaría.
Su nobleza en ese lapso era toda una lección. Después de una hora arribaron diez hombres, que nos parecieron ángeles, cargados de cuerdas y ganas de ayudar; lo que logró que el frisón se pudiera incorporar después de varios forcejeos. Le revisaron el hocico lastimado y sólo se trataba de una leve herida. Todos respiramos y emprendimos el camino de regreso. En lo personal, quedé convencida de que si bien el caballo no me conocía, a partir de esa experiencia los dos creamos un lazo que ambos reconoceremos en un futuro encuentro.