Ya lo daban por muerto, su caso es un completo misterio para la ciencia.
Beck Weathers de 49 años, un experimentado escalador, llevaba 36 horas enterrado bajo la nieve del Everest; sólo su cara y una de sus manos se podían ver. “Está muerto”, escuchaba decir a los escaladores que pasaban a su lado y se dirigían a la cumbre. Él, desesperado, no podía moverse, ni siquiera parpadear.
La temperatura era de 40 grados centígrados bajo cero y los vientos corrían a 65 kilómetros por hora cuando se desató la inesperada y devastadora tormenta que pasó a la historia como el “Desastre del 96”, y que causó la muerte de cinco de sus compañeros.
A Beck le faltaban escasos 450 metros para llegar a la cumbre.
Habían pasado dos días y una noche mientras en la tienda congelada del “Campamento III” el doctor Ken Kamler atendía a los sobrevivientes, cuando de repente Beck entró caminando como una especie de momia. Nadie lo podía creer. Kamler no se explicaba cómo Beck había podido sobrevivir en las condiciones que prevalecían. “Yo esperaba que estuviera totalmente incoherente –comenta Kamler en ted–, cuando para mi sorpresa me dijo: ‘Hola Ken… ¿Dónde me puedo sentar? […] ¿Aceptas mi seguro de salud?’”.
Si bien Beck tenía toda la cara necrosada y el cuerpo casi congelado, había hecho posible lo imposible: revertir una hipotermia severa e irreversible. ¿Cómo lo logro? Ése es el gran misterio.
El recuerdo de su esposa y sus hijos que lo esperaban en casa fue el motor que le dio fuerza y energía para sobrevivir: su pensamiento creo la realidad. ¿Amor, Dios, inteligencia divina, poder de la mente? Cada persona tendrá su conclusión; sin embargo estoy segura de que después de esta experiencia, Beck nunca volvió a ser el mismo.
Descubrir esa poderosa fuerza que tenemos en nuestro interior y que pocas veces reconocemos debe generar un perpetuo estado de agradecimiento. Se trata del mismo poder que organiza todos y cada uno de los sistemas que tenemos en el cuerpo para mantenernos vivos. Esa inteligencia es la que hizo que un esperma y un óvulo se unieran para darnos vida; es la potencia que de manera anónima, fiel y automática sostiene el latido de nuestro corazón desde que nacemos.
Aquella fuerza que, mientras vivimos como si el milagro no existiera, envía más de siete litros de sangre por minuto a través de un sistema circulatorio que mide dos veces la circunferencia de la Tierra.
Existe una inercia divina que en el tiempo que nos toma una inhalación repara los tres millones de glóbulos rojos que en cada segundo perdemos, y que segrega la cantidad exacta de enzimas que requerimos para digerir cada tipo de alimento.
¿Sabías también que en el tiempo en que lees este texto el cuerpo lleva a cabo cientos de miles de reacciones químicas a nivel celular, y que en cada segundo mueren 10 millones de células que se reponen en el siguiente segundo? Esa inteligencia superior combate miles de virus y bacterias sin que siquiera seamos conscientes de que algo nos ataca. En sólo una hora tus riñones filtran litros y litros de sangre que convierte en orina para eliminar los desechos.
Ese misterio incondicional vive cada segundo del día dentro de nosotros y es el mismo que deja nuestro cuerpo en el momento en que morimos. ¿Lo hemos reconocido, lo hemos volteado a ver, le hemos agradecido? Ese misterio es la expresión milagrosa de la vida. No esperemos a vivir una experiencia límite para percatarnos tanto de ella, como del poder del pensamiento, para entonces sí vivir perpetuamente agradecidos.