Luisa se dio cuenta de que se encontraba en su recámara con el plato de mantequilla en la mano. Su intención original, por supuesto, era guardarlo en el refrigerador. Pero en el inter contestó mensajes de WhatsApp, discutió con su hija porque no quería ir a la clase de ballet, alistó a su hijo para que se fuera al futbol y despidió a su esposo quien se iba de regreso al trabajo.
Todos hemos vivido algún episodio similar debido a que estamos sin estar. Ya que podemos vivir en dos tipos de estado: en uno de sobrevivencia o en uno de creación. Lo que quizás ignoramos es que no son los grandes motivos de estrés (como perder un trabajo, una casa o vivir las consecuencias de un desastre natural) lo que nos desgasta o aniquila con el tiempo. En esas circunstancias cavamos más hondo dentro de nosotros mismos, buscamos a los amigos o apoyo profesional.
Lo que nos causa mayores niveles de estrés es el cúmulo de esas minucias, esas pequeñas cosas que, una a una, demandan nuestra vigilancia. El cambio que la mente requiere para pasar de una cosa a otra, de un concepto a otro, de un enfoque a otro, es constante y exigente. Por ejemplo, intentas concentrarte para contestar un correo electrónico, cuando tu pareja te pide que revises algo, tu hijo adolescente pretende lograr un permiso, entra la llamada de tu jefe, suena el celular o tu asistente te interrumpe para solicitar tu autorización que, obviamente, es urgente.
Entre 10 y 20 conceptos
Se calcula que hoy en día la mayoría “maneja” entre diez y veinte cambios de conceptos en una hora. Esto significa más de 100 cambios de atención en una jornada de ocho a 10 horas de trabajo al día, lo cual drena por completo nuestra energía, amén de disminuir potencialmente nuestra productividad. Claro, sin contar el estrés que nos produce la sobre información a la que estamos expuestos gracias a nuestros dispositivos inteligentes. Entonces, ¿sobrevivencia o creación?
Pues resulta que, de acuerdo con estudios recientes, el estrés no lo produce lo que haces, sino lo que dejas de hacer o lo que dejaste a medias. Esas múltiples y pequeñas tareas son las que sacan a tu cuerpo de balance, de su homeostasis natural. Cada interrupción, cada pequeño tema que dejamos inconcluso nos proporciona una soterrada sensación de frustración, un descontento oculto que con el tiempo le abre la puerta a la enfermedad.
Vivir en un estado permanente de sobrevivencia afecta nuestra salud, visión, capacidad auditiva, tiempos de reacción, claridad mental, estados de ánimo y sensibilidad.
Es un círculo vicioso: “El estrés destruye la coherencia y la incoherencia provoca estrés”, como afirma Howard Martin sobre la ciencia del corazón.
Además, los humanos somos los únicos seres vivos a los que nos basta un pensamiento para activar nuestra reacción de sobrevivencia y producir la misma adrenalina y el cortisol que si tuviéramos un león enfrente.
Si bien, gracias a esta capacidad de respuesta podemos desenvolvernos en un mundo tan complejo, no hay organismo en la naturaleza que pueda tolerar los efectos de vivir en modo emergencia por largos periodos de tiempo –como muchos de los humanos vivimos hoy en día— sin consecuencias negativas.
El estrés causa caos en el ritmo del corazón, lo que provoca que ciertos centros del cerebro asociados con la memoria se cierren. Esta es la razón por la que personas inteligentes nos volvemos olvidadizas cuando estamos estresadas y hacemos cosas estúpidas, como llevar la mantequilla a la recámara.
Me pregunto y te pregunto: ¿vale la pena vivir así?