La tormenta de arena nos tomó por sorpresa. La velocidad de los vientos que cruzaban en todas direcciones hacía que la arena del desierto, mezclada con la lluvia, se sintiera como pequeños balazos sobre la piel. Además, la visibilidad era nula y nos vimos obligados a detener las bicicletas en las que nos transportábamos por el desierto de Black Rock City, Nevada, durante el festival Burning Man. No nos quedó de otra más que “disfrutar” la experiencia con estoicismo.
Ése es un pequeño ejemplo de las condiciones extremas en las que dicho festival se lleva a cabo. Las temperaturas fluctúan entre los 50° C en el día y hasta menos 5° C por la noche.
¿Qué tiene esa fiesta contracultural de autoexpresión y arte, que desde 1986 reúne en una ciudad efímera, creada desde cero, a 70,000 personas de todo el mundo, incluyendo a personalidades de Silicon Valley, directores de compañías como Google, Facebook, Spotify, Zappos o ted, durante siete días en el mes de agosto?
¿Fiesta, sexo, alcohol o drogas? No. Todo lo anterior se puede conseguir en cualquier lugar, no es necesario acudir al desierto en las condiciones menos favorables, para dormir en tiendas de campaña, comer lo que haya o sentirse deshidratado con frecuencia.
Es algo más. Algo que los investigadores Steven Kotler y Jaime Wheal investigaron y que describen como ster en su libro Stealing Fire; término que abrevia la sensación que en inglés sería: Selflessness, Timelessness, Effortlessness y Richness, que podemos traducir como: altruismo, atemporalidad, espontaneidad e intensidad.
Lo que Pablo, mi esposo, y tu servidora experimentamos fue una enorme sensación de libertad, comunidad, aceptación y generosidad que vibraba literalmente en el ambiente y que nos llevó a dejar por completo el estrés para sacar la mejor versión de nosotros mismos.
El hecho de ver arte inusual y disfrazarse con las ocurrencias más locas y extravagantes nos hizo dejar fuera del desierto a la personalidad –lo que creemos que somos—, los atavismos y, en especial, al crítico interior.
Una energía viva
Al sintonizarnos con esa energía viva que se extiende por todo Burning Man, sin tiempo y sin conexión alguna con el mundo exterior, le ponemos pausa a nuestras vidas aceleradas y nuestro cerebro entra en un estado de “flujo” que, de acuerdo con Kotler y Wheal, libera seis potentes neurotransmisores: norepinefrina, dopamina, endorfinas, serotonina, anandamida y oxitocina, todas hormonas de placer.
De hecho, son los químicos más placenteros que el cerebro puede producir, crean vínculos íntimos y exaltan el sentido de cooperación y unicidad.
El psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi en su libro Flow, menciona que las personas describen dicho estado como “adictivo” y admitieron hacer lo imposible con tal de alcanzarlo de nuevo.
Una de las cosas más relevantes dentro del festival es la música. Y el mejor proveedor de ella es el ya famoso art car “Mayan Warrior”, orgullosamente mexicano. Por las noches, a partir de las 10:00 p.m., inicia su recorrido hacia “playa”, el céntrico lugar de reunión donde la mayoría de las cosas están y suceden.
En el momento en que el Mayan inicia su salida acompañado de música de tambores, como preparándose para una guerra, un río de bicicletas con luces de colores que se acrecientan durante la marcha, lo siguen hasta su destino, donde hace un despliegue de tecnología visual y auditiva y sumerge totalmente a los miles de participantes en la intensidad del momento, lo que crea un sentido de comunidad muy especial.
Conclusión: la experiencia es más adictiva que la cocaína misma y por eso la gente regresa.