Era un verano de vacaciones, toda la familia llegó pasada la media noche al aeropuerto de una ciudad en Turquía. Pablo, mi esposo, cumplía años y habíamos decidido festejarlo con un viaje. Las maletas las habíamos registrado desde la salida y las recibiríamos en el punto de llegada después de que el avión hiciera una escala.
Cansados por el largo viaje, con más de 12 horas con la misma ropa puesta, lo único que deseábamos era una regadera y una cama. Las maletas comenzaron a salir una por una sobre el carrusel giratorio. Me suele suceder que a la espera de que aparezca la mía tengo la sensación de estar aguardando –por lo menos– a uno de mis hijos. En el momento en que la veo respiro y me dan ganas de abrazarla. En especial en un lugar tan lejano y en donde el idioma es una barrera.
Cada uno de los pasajeros tomó su maleta y se retiró. “Es todo”, se asomó a decir quien descargaba las maletas. La familia entera sintió un vacío en el estómago. El aeropuerto se quedaba cada vez más silencioso y solitario. La única persona a la vista era el policía que vigilaba desganadamente la entrada, quien, por supuesto, no hablaba ni una palabra de inglés. A señas le explicamos la situación.
El policía tomó su celular, hizo una llamada y se lavó las manos. Las ventanillas de las tiendas, de la renta de autos y de atención al cliente estaban cerradas y mudas. Hambreados, cansados y con frío esperamos pacientemente durante horas sin que nadie se asomara. Hasta que la persona que nos recogería para llevarnos al hotel, extrañada de que no salíamos, se las arregló para llegar a donde nos encontrábamos. Decidimos partir con las manos vacías.
Rumbo al hotel, ubicado a una hora de distancia, el guía nos hizo saber que arreglaría el tema de las maletas. Éstas tardaron dos días en llegar, durante los cuales estuvimos sin pijama, sin cremas, sin ropa limpia y sin mil mañas. Nunca imaginé que encontraría cierta comodidad dentro de lo sucedido.
El equipaje mental
En ese par de días me sentí, como dice la canción, “ligera de equipaje”. Cuestioné mi absurda necesidad de empacar de más. En una parada en una tiendita local compramos cepillo, pasta de dientes y lo básico para subsistir. Con lo esencial me di cuenta de cuánto nos complicamos la existencia y cuánto peso cargamos de manera innecesaria. Bien dicen que tiene más el que menos necesita.
Sin embargo, hay otro tipo de equipaje que también cargamos en exceso, si lográramos dejarlo contribuiríamos a nuestra calidad de vida como con pocas cosas, me refiero al de la mente. ¡Ah!, cuánto pesa y cuánto bien nos haría perderlo en alguna ciudad remota, en especial el equipaje del pasado. Viajar por la vida con él a cuestas provoca una neblina mental que nos hace sentir rebasados, agitados e irritables; mientras, nuestro corazón permanece cerrado y vacío.
Lo irónico es que el sobrepeso mental lo hemos cargado durante tanto tiempo que ya ni nos percatamos de él, incluso, pensamos que es necesario para vivir. O bien, llenamos la maleta a fuerza de remachar una y otra vez ciertos pensamientos: que si me sucedió esto de niña, que si de chico me abandonaron mis papás, que si un desamor me rompió el corazón, que si por tal situación perdí mi casa o mi trabajo… en fin. Los retos que la vida nos manda a diario sin duda son duros y muy difíciles en su momento; nosotros los volvemos insoportables al aferrarnos a ellos para siempre.
Viajar ligeros es muy liberador
Cuando viajamos ligeros el corazón se abre y crea una vibración que literalmente rodea todo nuestro cuerpo y atrae, por ende, todo tipo de experiencias positivas, mágicas, solidarias y gozosas. Además, se nota en la forma de caminar, en la mirada, en la facilidad para disfrutar y reír, en la capacidad de adaptarse a cualquier tipo de circunstancias.
Entre más ligeros viajemos, estaremos más libres de atavismos, de juicios, de expectativas y de esa obstinada necesidad del ego de controlar todo. Ojalá nuestro equipaje mental pudiera perderse, al igual que una maleta, para nunca aparecer, nuestra vida sería de inmediato más hermosa.
Imitemos a la naturaleza. Observemos que cuando un árbol tira sus hojas nunca agacha sus ramas para recogerlas: aprende a vivir el presente con lo que tiene el momento. Te invito a vivir y a viajar más ligero. Verás que disfrutarás más toda la experiencia.