Reservada y callada, servía los cocteles a todos los meseros que se los pedían para llevarlos a las mesas; también tomaba las órdenes de los comensales, echaba la loza al lavavajillas, acudía a la cocina para recoger en la barra los platillos, hacía las notas... En fin, no paraba de trabajar arduamente.
Mientras estábamos sentados un domingo a mediodía Pablo, mi esposo, y yo, en la barra del restaurante, que a la vez hacía las veces de bar, pude observar el trabajo sin descanso de aquella chica tatuada en los brazos, con un arete en la nariz, media cabeza rapada y la otra mitad con el pelo decolorado y atado en una cola de caballo. Por su expresión no pude evitar imaginarme su vida, que a simple vista no lucía nada fácil, como su rostro reflejaba.
Ante situaciones como ésta, parte de mí se cuestiona con culpa por qué el privilegio de estar cómodamente sentada del otro lado de la barra, con una copa de vino en la mano, acompañada del ser que más amo, en lugar de encontrarme en una situación similar a la de ella.
Tuve en la mente su recuerdo durante varios días, especialmente en los momentos placenteros de mis vacaciones –que fueron muchos. Su imagen llegaba a mí con una mezcla de enorme gratitud y culpa.
¿Cómo reconciliar y apreciar la abundancia en un mundo tan fuera de balance?
Una noche al comentar con Pablo los sentimientos que acabo de describir, él me hizo reflexionar sobre la inutilidad de mi sentir: “¿A quién beneficia la culpa, de qué sirve? –me dijo y continuó– Hay muchas formas de regresarle a la vida y esa es nuestra responsabilidad. Puede ser mediante el trabajo que cada quien hace y el esfuerzo de hacerlo lo mejor posible; o al crear fuentes de empleo, tratar bien a los demás…"
También llegamos a la conclusión de que dar gracias es una forma de regresarle a la vida. Recordé así la ocasión en que Mateo, mi nieto, entonces de dos años, me trajo una piedrita del jardín y la puso en mi mano. “Gracias, Mateo”, le contesté con una gran sonrisa. Acto seguido, Mateo regresó emocionado, moviendo su traserito de un lado a otro, a recolectar dos piedritas del jardín para colocarlas en mi mano una vez más, a lo que volví a agradecer. La acción la repitió varias veces, su motivación era ver mi cara de felicidad y la satisfacción de escuchar la palabra “gracias”.
Pienso que el Universo reacciona de la misma forma que un niño de dos años. Entre más le agradeces, más y con más gusto te regala a manos llenas.
El asunto es darnos cuenta de los miles de regalos que la vida nos hace a diario, ya sea con la naturaleza, las coincidencias, la belleza, el arte, el abrazo, la palabra, etcétera… Los presentes siempre están ahí para abrirlos con la mirada de la conciencia.
Además, agradecer de corazón provoca un efecto dominó que beneficia a todos. Comienza con la propia salud y bienestar, pero sus ondas se expanden y contagian a tu pareja, a tu familia y a las personas que te rodean, luego al mundo en general y, finalmente, al Universo. Es por eso que agradecer hace bien y es la puerta más rápida y simple para acceder a otra energía, a otro estado de ánimo y a otra dimensión. Con el agradecimiento entramos a la milagrosa dimensión de la conciencia, de la inspiración, del momento presente, de la revelación y la creatividad.
Quizás es injusto lo que estoy por comentar: la imagen de esa joven tatuada en el bar, de alguna manera me hizo ver con una lupa todo lo que tenía para disfrutar y agradecer. Espero recordarlo ahora que estoy instalada en la rutina cotidiana. Como dice la canción:
sólo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre vacía y sola sin haber hecho lo suficiente.