Sin duda no hay nada más obvio, sin embargo, me di cuenta de que he vivido con la creencia adormilada de que el Sol sale del oriente y se pone en el poniente. Esta semana desperté al hecho de que el Sol nunca se mueve, nos movemos nosotros. ¡Sí, sí ya sé!, esto lo sabe un niño de primaria, pero antes de que avientes el periódico o te salgas de la página, permíteme confesarte que, al compararlo con la vida, el Sol me dio una gran lección.
Me asombra la facilidad con la que un niño se recupera de un berrinche para de inmediato reír a carcajadas y jugar tranquilo como si nada hubiera sucedido. En cambio, a nosotros los adultos nos cuesta mucho trabajo ese tipo de libertad. Después de un enojo podemos quedarnos prisioneros de los humores del estrés, el rencor, la culpa y demás, horas, días, semanas y hasta la vida entera.
Cuando vivimos una experiencia negativa, por lo general la canalizamos por dos salidas principales. La primera es la queja, la crítica o echarle la culpa a un tercero, al gobierno o a las circunstancias. Este primer canal es como la punta de un gran iceberg y representa sólo el diez por ciento del problema.
La segunda salida representa el 90 por ciento restante, consta de lo que a la vista no se ve, un gran cuerpo de hielo que yace debajo del mar. Esa es la vía que acaba con nosotros, la que drena nuestra energía y acarrea las emociones soterradas que tanto afectan nuestra salud.
Se trata de las historias que repetimos una y otra vez en la mente, las justificaciones que hacemos, la culpa, la melancolía, las proyecciones negativas que, al repasarlas una y otra vez, refuerzan el camino de nuestras rutas neuronales. A esa escasa capacidad de recuperación hoy se le califica como falta de resiliencia.
Los retos nos retan. El mayor de ellos se encuentra en la habilidad que para aceptarlos. Hay quienes terminan en el hospital por una experiencia y otros que salen fortalecidos de ella.
¿En dónde reside la diferencia?
Somos la única especie que no necesita tener un león en frente para estresarse, basta con recordar algo que nos afecte para lograrlo. El cerebro no sabe distinguir entre una experiencia real y una imaginaria, por lo que el organismo secreta las mismas sustancias tóxicas (encabezadas por el cortisol, seguido por otras 1400 más) ante un hecho y un pensamiento, mismas que pueden durar varias horas circulando en nuestra sangre, con los consabidos daños a nuestra salud. ¿Qué clase de vida es ésta?
Tengamos en cuenta que las emociones que drenan la energía, como el enojo, la ansiedad, el miedo, la envidia, los celos y demás, al repetirse una y otra vez en la mente y en las emociones llegan a convertirse en un estado de ánimo.
Si ese estado de ánimo lo revivimos con frecuencia, llegará a formar parte de nuestro carácter –ahí va “el enojón”, “la envidiosa”, “el estresado” o “la celosa” y demás–, por el cual nos señalarán. Ahora, si esa conducta la repetimos una y otra y otra vez se convertirá en un rasgo de nuestra personalidad y, con el tiempo, crecerá como una matryoshka de gran tamaño –esas famosas muñequitas rusas– y se convertirá en una vida, en nuestra vida.
¿Quién tiene que cambiar?
Pues bien, el veinte que me cayó, y espero recordarlo siempre que algo me cause estrés, es que las circunstancias, la gente, la vida, son como el Sol: nunca cambiarán ni se moverán. Si quiero tener una vida plena soy yo y sólo yo quien tiene que cambiar.