Hay cicatrices que nos llevan a tomar una decisión de vida. De eso me di cuenta esa mañana.
Sus ejercicios siempre nos toman por sorpresa, ya sea por originales o por tratarse de temas en los que, por lo general, no solemos pensar. Al escucharlos parecen muy simples; sin embargo, son una trampa bien planeada para excavar y visitar un lugar incómodo: el interior.
—Hagan una lista de las cicatrices que tienen en el cuerpo —nos pidió Ricardo Chávez, nuestro maestro de escritura—. Y después se reúnen en grupos de tres para compartir la que mayor impacto tuvo en su vida y comentar por qué.
Hacer listas sobre algún tema resulta muy fácil y divertido; te invito a hacerlas individualmente o a compartirlas, a manera de juego, con los amigos o la familia. Las listas pueden ser de mínimo tres puntos, sobre temas tan diversos como gustos, personas, música, comida, ciudades favoritas o cosas que odias, súper poderes que te gustaría tener, etcétera.
Encontrarás que el juego siempre es revelador y crea unión entre las personas que participan. Es una manera de conocerse un poco más a fondo y de que la convivencia se vuelva más nutritiva.
Después de que el profesor dio las instrucciones nos aplicamos y comenzamos a explorar las cicatrices en los brazos, las piernas, la cara u otra parte del cuerpo; nos sorprendimos al notar que el tiempo incluso había borrado algunas de ellas. Después de buscar en los archivos empolvados de la memoria, cada quien eligió una para revelar el cómo y el cuándo se originó. Es increíble el efecto sanador que causa hablar sobre una cicatriz, ya sea en el cuerpo o en el alma, misma que parecía olvidada o enterrada. Y además, resulta fascinante percatarse de que las cicatrices vienen de un choque con el mundo, de algo que no pediste –al menos de manera consciente– y sucedió.
Descubrimos que hay varios tipos de cicatrices. Quizá alguna te causó sentimientos de humillación o de dolor, y conservas la marca aunque haya sanado. ¿Recuerdas una así? Otras cicatrices, en cambio, recuerdan una buena historia y son una especie de trofeos, tales como las que aparecieron por una competencia que ganaste después de una caída.
También hay cicatrices que decides tener, como los tatuajes, o aquellas que provocaste al colocarte en el límite de una situación y así buscar ese choque con el mundo –éstas ya son motivo para visitar al terapeuta.
Durante este ejercicio me percaté de que en realidad fue una cicatriz la que me hizo decidir pasar el resto de mi vida con mi esposo Pablo.
Tenía 15 años cuando me operaron de emergencia del apéndice, llevábamos unos cuantos meses de novios y, como suele suceder a esa edad, estaba más enamorada del amor, de la personalidad y de la compañía que de su ser. ¿“Ser”, qué es eso? Pensaba que no lo sabía.
Mas al regresar de la sala de recuperación al cuarto, todavía medio atontada, Pablo, entonces de 20 años, se sentó en el sillón junto a la cama y puso la mano sobre mi antebrazo mientras me acompañaba. ¡Qué alivio sentí! Y aún más que eso: su mano era un bálsamo, el dolor de la herida se aminoró de inmediato.
Además, de manera extraña, con los ojos cerrados y gracias a la herida, inauguré mundos antes desconocidos para mí. Conocí su ser, su gran corazón y sentí algo que nunca había sentido: una inmensa paz, una enorme protección y un amor difícil de describir.
Ya han pasado décadas de esto, y si bien había olvidado por completo la operación, gracias a Ricardo me doy cuenta de que todavía sigo enamorada de todo lo que esa mano, que adoro, representa.